Por Watchman Nee
Un gran número de personas que han creído en el Señor Jesús
aceptándolo como su Salvador, han descubierto una nueva experiencia poco
después de haber creído en El: parecen tener dos naturalezas en su corazón.
Estas dos naturalezas son incompatibles una con la otra; una es maligna, y la
otra es buena. Algunas veces, cuando la naturaleza buena domina, la persona se
vuelve muy amorosa, paciente, bondadosa y dócil. Pero otras veces, cuando
prevalece la naturaleza maligna, tal persona se vuelve celosa, malhumorada,
perversa y obstinada. Los creyentes que pasan por tal experiencia, sufren
constantes altibajos en su vida diaria. Algunas veces, tal parece que su
condición espiritual se encuentra en la cumbre de la montaña, pero otras veces,
parecen estar sumidos en un valle profundo. Esta clase de vida espiritual
también es semejante a las olas del mar, algunas veces altas y otras veces
bajas. ¡Los creyentes que se hallan en tal condición se desconciertan! ¿Por qué
sienten gozo? ¿Y por qué se sienten tristes? ¿Por qué algunas veces somos
capaces de amar tanto a cierta persona y podemos soportar las burlas de los
demás? ¿Y por qué otras veces estamos tan carentes de amor y nos mostramos
impacientes? Cuando esta persona se encuentra en la cumbre de su condición
espiritual, experimenta paz y gozo inefables. Pero cuando está abatida
espiritualmente, se llena de tristeza y se siente deprimida. Antes de haber
creído en el Señor, aquella persona era bastante insensible, incluso cuando
pecaba. Pero ahora es muy distinta. Tal vez, accidentalmente, diga algo equivocado
o haga algo malo. Anteriormente, consideraba estas cosas como triviales y no le
molestaba su conciencia. Pero ahora, se condena a sí misma y se halla sumida en
un intenso sentimiento de culpa. Aunque nadie la condena, esta persona se
reprocha a sí misma por haber hecho tales cosas.
Tal sentimiento de culpa es abrumador. Hace que el creyente se
sienta avergonzado, culpable y bajo condenación. Sólo después de comprobar que
el Señor ha perdonado completamente sus pecados y después de recuperar su gozo
espiritual, este creyente puede sentirse contento. Sin embargo, esta clase de
felicidad no le dura mucho. Aquellos creyentes que permanecen en tal nivel de
crecimiento en la vida divina, muy pronto tropezarán nuevamente y ¡perderán
nuevamente su gozo! Al poco tiempo, ¡se encontrarán cometiendo nuevamente el
mismo pecado! Les parece tan natural caer en pecado. Es como si algún poder
interno los dominara en un instante, y los condujera a decir y hacer algo
errado sin poder controlarse. Al estar en tal condición, dichos creyentes
invariablemente se encuentran llenos de remordimiento. Invariablemente, ellos
hacen ante el Señor una serie de votos y decisiones. Se imponen a sí mismos una
serie de normas, con la esperanza de no cometer nuevamente el mismo error. A la
vez, ruegan ser limpiados nuevamente con la sangre del Señor y procuran que el
Señor los llene nuevamente del Espíritu Santo. Después de esto, parecen
sentirse bastante satisfechos y creen haber dejado atrás su último pecado;
piensan que de ahora en adelante se encuentran camino a la santidad. Sin
embargo, los hechos son contrarios a tales deseos, pues muy pronto, quizás
apenas unos días después, ¡caen nuevamente! Una vez más, se hunden en un
profundo remordimiento a causa de su fracaso y se sienten profundamente
acongojados; sus esperanzas de llegar a ser santos se hacen añicos. Todas las
decisiones que tomaron y las normas que se impusieron a sí mismos, no les han
servido de nada. Y aunque probablemente reciban de nuevo el perdón del Señor,
les resulta difícil creer que serán capaces de refrenarse para no pecar
nuevamente. Aunque todavía oran, rogando al Señor que los guarde, abrigan
muchas dudas en su corazón y comienzan a preguntarse si verdaderamente el Señor
puede guardarlos de volver a pecar.
Sin embargo, el pecado que mora en ellos sigue tan activo como
antes; no han logrado sofocar su energía. A la postre, dichos creyentes
fracasan nuevamente. Consideremos el caso de alguien que procura dominar su mal
genio. Después que un creyente se da cuenta de que su pecado recurrente
consiste en que fácilmente da rienda suelta a su enojo, procurará estar alerta
y controlarse en todo momento. Quizás esto le dé resultado cuando se trata de
pequeños inconvenientes; tal vez le ayude a vencer una o dos tentaciones. Sin
embargo, aunque sea capaz de contener su ira temporalmente, cuando los demás
continúen irritándolo, llegará el momento en que dará rienda suelta a su ira.
Quizás haya tenido éxito en algunas ocasiones, pero en cuanto se descuide, se
enojará nuevamente. Cuando es tentado, probablemente haya un conflicto muy
grande en su corazón. Por un lado, este creyente sabe que no debe enojarse,
sino que debe ser amable. Por otro lado, cuando considera cuán irracional y
ofensiva es la otra persona, siente la necesidad de defenderse y castigar tal
comportamiento. Esta clase de conflicto resulta bastante común entre los
creyentes. Lamentablemente, con frecuencia el resultado es el fracaso en lugar
de la victoria. Una vez que agotan su paciencia, fracasan nuevamente. Una persona
que verdaderamente ha sido regenerada, atraviesa con frecuencia por esta clase
de experiencias al comienzo de su vida cristiana. ¡No podemos saber cuántas
lágrimas son derramadas a causa de las derrotas que experimentamos en esta
clase de conflictos internos!
Amados hermanos, ¿han sufrido ustedes las experiencias que
acabamos de describir? ¿Quieren conocer el motivo de todas ellas? ¿Desean
superarlas? Quiera el Señor bendecir nuestra plática el día de hoy, a fin de
que aprendamos a crecer en Su gracia.
Antes de hablar de nuestra condición actual, necesitamos primero
comprender qué clase de persona éramos antes de creer en el Señor. Después,
hablaremos de nuestra condición después de haber creído. Sabemos que somos
personas compuestas de tres partes: el espíritu, el alma y el cuerpo. El
espíritu es el órgano con el cual tenemos comunión con Dios. Los animales no
tienen espíritu y, por tanto, no pueden adorar a Dios. El alma es el asiento de
nuestra personalidad. Nuestra voluntad, mente y parte emotiva son funciones que
corresponden a nuestra alma. Y el cuerpo es nuestro caparazón exterior. Aunque
el hombre es un ser caído, todavía posee estas tres partes. Y después de haber
sido regenerado, el hombre aún posee estas tres partes. Cuando Dios creó al hombre,
lo creó con la capacidad de tener conciencia de sí mismo; así, el hombre era
una criatura viviente y poseedora de una conciencia. El hombre tenía un
espíritu y, por ello, difería de las otras clases inferiores de criaturas.
Además, el hombre poseía un alma y, por ende, difería de los ángeles de luz,
quienes son únicamente espíritu. La parte central del hombre era su espíritu,
el cual controlaba todo su ser; es decir, el espíritu del hombre controlaba su
alma y su cuerpo. El hombre vivía completamente en función de Dios; las
emociones de su alma y las exigencias de su cuerpo estaban todas gobernadas por
su espíritu y tenían como único propósito glorificar a Dios y adorarlo.
Pero ¡he aquí que el hombre cayó! Esta caída no eliminó ninguno
de los tres elementos de los cuales estaba compuesto el hombre. Sin embargo, el
orden de estos tres componentes fue alterado. La condición del hombre cuando
aún estaba en el huerto del Edén, nos muestra claramente que la humanidad se
había rebelado contra Dios; su amor por Dios había cesado, y el hombre se había
declarado independiente de Dios. Génesis 3:6 dice: “Y vio la mujer que el árbol
era bueno para comer [esto alude a los apetitos del cuerpo, los cuales surgen
primero], y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable [esto alude al
afecto que surge de nuestra parte emotiva en el alma, el cual surge después que
los deseos del cuerpo se han manifestado] para alcanzar la sabiduría [tal era
la insinuación hecha por Satanás: “Y seréis como Dios, sabiendo...” (3:5); se trataba,
por tanto, del espíritu que rechazaba a Dios y del hombre que procuraba
satisfacer los apetitos del alma y del cuerpo; esto es lo que ocurre
finalmente]”. Así, el hombre cayó, y su espíritu, su alma y su cuerpo se vieron
afectados. Entonces, el espíritu quedó sujeto al alma, y el alma fue dominada
por sus muchas tendencias. El cuerpo, a su vez, desarrolló muchos deseos y
apetitos anormales, con los cuales seducía al alma. Originalmente, el espíritu
era quien dirigía al hombre; pero ahora, era el cuerpo el que lo dirigía a fin
de satisfacer sus concupiscencias. En la Biblia, a estos apetitos del cuerpo se
les llama: la carne. A partir de ese momento, el hombre llegó a ser carne (Gn.
6:3). Esta carne constituye ahora la naturaleza propia del hombre que ha
pecado; ha llegado a ser la constitución natural del hombre. La naturaleza de
nuestro ser es aquel principio vital o constitución intrínseca que rige todo
nuestro ser. Desde los tiempos de Adán, todo aquel que es nacido de mujer lleva
en sí esta naturaleza pecaminosa; es decir, todos somos de la carne. Después de
haber comprendido cuál es el origen de la carne y que la carne no es sino
nuestra naturaleza pecaminosa, ahora podemos considerar el carácter de esta
carne. No podemos esperar que esta carne mejore. La naturaleza humana es muy
difícil de cambiar; de hecho, no cambiará. El Señor Jesús dijo: “Aquello que es
nacido de la carne, carne es”. Notemos el último vocablo: “es”. Aquello que es
nacido de la carne, es carne. No importa cuánto se reforme una persona, ni
cuánto mejore y se eduque, la carne sigue siendo carne. No importa cuánto una
persona se esfuerce por hacer actos caritativos y de benevolencia, por brindar
ayuda a los más necesitados, por amar a los demás o servirlos; aún así, sigue
siendo carne. Aun si pudiera hacer todas estas cosas, seguirá siendo carne.
“Aquello que es nacido de la carne, carne es”. Puesto que lo que nace es carne,
carne será el resultado final. No hay ningún hombre sobre la tierra que pueda
cambiar su propia carne. Tampoco Dios, que está en los cielos, puede cambiar la
carne del hombre, es decir, la naturaleza del hombre.
Puesto que Dios vio que era imposible enmendar, mejorar o cambiar
la naturaleza pecaminosa del hombre, El introdujo el maravilloso camino de la
redención. Sabemos que el Señor Jesús murió por nosotros en la cruz del
Gólgota. También sabemos que al creer en El y recibirlo como nuestro Salvador,
somos salvos. Pero, ¿por qué Dios nos libra de la muerte y nos da vida una vez
que hemos creído en el nombre de Su Hijo? Si este acto de creer no implica una
transacción real en lo referente a nuestra vida, lo cual difiere de un mero
“cambio” o reforma, ¿acaso Dios no estaría llevando al cielo a hombres que
todavía están llenos de pecado? Ciertamente, tiene que haber un profundo
mensaje implícito aquí.
Después que creímos en el Señor Jesús, Dios no nos deja seguir
viviendo según nuestra naturaleza pecaminosa, esto es, según la carne. Dios
sentenció al Señor Jesús a morir debido a que El se había propuesto, por un
lado, que el Señor fuese hecho pecado por nosotros y, por otro lado, que la
vieja creación adámica fuese crucificada juntamente con Cristo; de esta manera,
El podría impartirnos una nueva vida. Cuando creímos en el Señor Jesús como
nuestro Salvador, Dios nos dio esta nueva vida, la cual trae consigo una nueva
naturaleza. “Por medio de las cuales El nos ha concedido preciosas y
grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la
naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a
causa de la concupiscencia” (2 P. 1:4). Cuando creímos, Dios nos impartió Su
propia vida, la vida divina, juntamente con la naturaleza divina. Esta
naturaleza es absolutamente nueva, y difiere completamente de nuestra vieja
naturaleza pecaminosa. Tal naturaleza no es producto de haber mejorado nuestra
vieja naturaleza. Más bien, en el instante mismo en que creímos en el Señor
Jesús aceptándolo como nuestro Salvador, ocurrió una transacción misteriosa.
Esto es la regeneración, la cual consiste en nacer de arriba y en recibir la
vida de Dios y la naturaleza de Dios. La regeneración no es algo que el hombre
pueda sentir; más bien, es la operación del Espíritu Santo de Dios en nuestro
espíritu, mediante la cual nuestro espíritu recobró la posición que había
perdido y la vida de Dios se estableció en nuestro espíritu. “El viento sopla
donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni adónde va; así
es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn. 3:8). Todos aquellos que
verdaderamente han creído en el Señor Jesús, poseen el Espíritu Santo, el cual
opera en ellos de esta manera. Aquellos que sólo ejercitan sus labios o su
mente al creer, en realidad no han sido regenerados; pero todos aquellos que
creen con el corazón, son salvos (Ro. 10:9) y ciertamente han sido regenerados.
Ahora bien, dos naturalezas surgen en el creyente. Una es la naturaleza
pecaminosa, la carne, la cual es la naturaleza del viejo Adán; y la otra es la
vida espiritual, el “espíritu nuevo”, cuya naturaleza es la de Dios. Hermanos,
ustedes han creído en el Señor Jesús y saben que son salvos. Por este motivo,
ya han sido regenerados. Ahora, deben saber que en ustedes coexisten dos
naturalezas. Estas dos naturalezas son causa de innumerables conflictos
internos. La razón por la que ustedes fluctúan de arriba a abajo y por la cual
alternan entre la victoria y la derrota, es que estas dos naturalezas ejercen
influencia sobre ustedes. Estas dos naturalezas son la clave para comprender el
enigma de una vida constante de lucha.
El hecho de que un nuevo creyente experimente conflictos internos
y sentimientos de culpa, comprueba que éste ha sido regenerado. Una persona que
no ha sido regenerada, aún está muerta en sus pecados. Si bien es posible que a
veces se sienta condenada por su conciencia, tal sentimiento de culpa es
bastante vago. Si una persona no posee la nueva naturaleza, es obvio que no
experimentará conflicto alguno entre la nueva naturaleza y la vieja naturaleza.
La Biblia describe claramente el conflicto que existe entre la
nueva y la vieja naturaleza. En Romanos 7, valiéndose de su propia experiencia,
Pablo describe vívidamente la clase de vida que llevamos al estar inmersos en
tal conflicto: “Porque lo que hago, no lo admito; pues no practico lo que
quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (v. 15). Este es el conflicto que
existe entre la nueva y la vieja naturaleza. La descripción hecha aquí
corresponde a la experiencia de un creyente recién nacido. Cuando atraviesa por
tales experiencias, esta persona es todavía un bebé en Cristo. Por encontrarse
en la infancia de su vida espiritual, todavía es infantil y desvalido. En este
versículo, la nueva naturaleza es la que “quiere” y “aborrece”. Si bien la
nueva naturaleza quiere hacer la voluntad de Dios y aborrece el pecado, la
vieja naturaleza es demasiado fuerte. Esto, junto a lo débil que pueda ser la
voluntad de una determinada persona, lo impulsa a pecar. Sin embargo, la nueva
naturaleza no peca. “De manera que ya no soy yo quien obra aquello, sino el
pecado que mora en mí” (v. 17). El primer sujeto es el “yo”, el cual
corresponde a la persona que posee la nueva naturaleza. Aquí, “el pecado” es
otro nombre dado a la vieja naturaleza. Por tanto, este versículo significa que
quien peca no es el nuevo “yo”, sinola naturaleza pecaminosa. Por supuesto,
esto no exime de responsabilidad al hombre. A continuación, Pablo describe las
contradicciones que existen entre la nueva naturaleza y la vieja naturaleza,
esto es, la contradicción que existe entre la naturaleza pecaminosa y la vida
espiritual.
“Pues yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien;
porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico ... Así que yo, queriendo
hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está conmigo. Porque según el hombre
interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que
está en guerra contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del
pecado que está en mis miembros” (Ro. 7:18-23). Esta es la experiencia común de
todos los creyentes: deseamos hacer el bien, pero somos incapaces de hacerlo;
así como también deseamos oponernos a lo malo y, no obstante, somos incapaces
de resistirlo. Cuando la tentación viene, cierto poder (una “ley”) anula
nuestro anhelo de santidad. Como resultado de ello, hablamos lo que no
debiéramos hablar y hacemos lo que no debiéramos hacer. A pesar de tantas
resoluciones y votos, somos incapaces de evitar que tal poder opere en
nosotros.
En Gálatas, Pablo describe nuevamente el conflicto que existe
entre estas dos naturalezas: “Porque el deseo de la carne es contra el
Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí,
para que no hagáis lo que quisiereis” (5:17). La vieja naturaleza y la nueva
naturaleza son enemigas la una de la otra. Ambas luchan por ganar absoluta
primacía sobre nosotros. La vieja naturaleza tiene sus propios deseos y su
propio poder, y la nueva naturaleza también tiene los suyos. Ambas naturalezas
existen en nosotros simultáneamente. Por tanto, el conflicto es constante. Esto
es similar a cuando Esaú y Jacob estaban en el vientre de Rebeca; el uno era
diametralmente opuesto al otro, y pugnaban entre sí aun dentro del vientre de
su madre. Cuando el Hijo de Dios estuvo en la tierra, todas las potencias
terrenales confabulaban para matarlo. Asimismo, mientras el Hijo de Dios viva
en nuestro corazón como nuestra nueva vida, todos nuestros deseos carnales
pugnarán por echarlo fuera.
Antes de continuar, es necesario que primero entendamos las
características que ambas naturalezas poseen. La vieja naturaleza es nacida de
la carne. Así que, en ella “no mora el bien” (Ro. 7:18). Por su parte, la nueva
naturaleza procede de Dios, y por tanto “no puede pecar” (1 Jn. 3:9). La nueva
naturaleza y la vieja naturaleza difieren por completo. No sólo proceden de dos
fuentes distintas, sino que difieren incluso en cuanto a su función. Sin
embargo, ambas coexisten en el creyente. La vieja naturaleza es la carne. “Y
los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:8). La nueva
naturaleza es el espíritu nuevo. “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en
espíritu y con veracidad es necesario que adoren”. Si no tuviéramos que
compararla con la nueva naturaleza, en términos humanos, la vieja naturaleza no
nos parecería tan mala, pese a sus tendencias a ser indulgente consigo misma y
a la concupiscencia. Sin embargo, cuando una persona ha sido regenerada, junto
con la nueva vida recibe una nueva naturaleza. Al comparar la nueva naturaleza
con la vieja naturaleza, las verdaderas características de la vieja naturaleza
son puestas en evidencia.
En contraste con la nueva naturaleza, resulta evidente que la
vieja naturaleza es maligna, mundana e incluso demoníaca. La nueva naturaleza,
por su parte, es santa, celestial y divina. Con el paso del tiempo, la vieja
naturaleza se ha mezclado profundamente con nuestra persona misma; por eso, se
requiere de un tiempo bastante prolongado para que, en nuestra experiencia,
esta vieja naturaleza sea anulada. La nueva naturaleza recién ha nacido en
nosotros y, debido a que la carne y la naturaleza pecaminosa han llegado a ser
tan fuertes en nuestro ser, tanto el crecimiento de la nueva naturaleza como el
desarrollo de sus funciones se hallan reprimidos. Por supuesto, hablamos
únicamente desde la perspectiva humana. Esto es semejante a las espinas que
ahogan el crecimiento de la semilla, la palabra de Dios. Debido a que ambas
naturalezas se oponen entre sí, cuando viene la tentación, experimentamos
conflictos feroces. Puesto que la vieja naturaleza se ha hecho tan fuerte y la
nueva naturaleza todavía es débil, frecuentemente terminamos haciendo aquello
que no deseamos hacer y no somos capaces de hacer aquello que quisiéramos. Ya
que la nueva naturaleza es santa, cuando fracasamos, nos sentimos profundamente
arrepentidos y nos condenamos a nosotros mismos, suplicando que la sangre de
Cristo nos limpie del pecado. Hermanos, ahora pueden comprender por qué
experimentan conflictos internos. Tal clase de conflictos demuestra con
absoluta certeza que ustedes han sido regenerados.
Ahora, la pregunta más crucial es: ¿Cómo podemos obtener la
victoria? En otras palabras, ¿cómo podemos rechazar el poder que ejerce sobre
nosotros la vieja naturaleza así como la operación que ésta realiza en
nosotros? Además, ¿cómo podemos andar según las aspiraciones de la nueva
naturaleza, a fin de agradar a Dios? Leamos los siguientes tres versículos:
“Pero los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con
sus pasiones y concupiscencias” (Gá. 5:24).
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”.
“Digo pues: Andad por el Espíritu, y así jamás satisfaréis los deseos de la
carne” (vs. 25 y 16).
Estos tres versículos nos muestran dos maneras de vencer la
carne, o sea, la naturaleza pecaminosa, la vieja naturaleza, la naturaleza
adámica. De hecho, ambas maneras no son sino dos aspectos o fases de un mismo
método: la cruz y el Espíritu Santo conforman la única manera en la que podemos
vencer la naturaleza pecaminosa. Aparte de este único camino, cualquier
resolución humana, voto o determinación, está destinado al fracaso.
Hemos visto que todos nuestros fracasos son causados por la
tenacidad de la naturaleza pecaminosa; llegamos a caer muy bajo debido a tal
naturaleza. Por tanto, si vencemos o no, dependerá de si somos capaces de
enfrentarnos a nuestra naturaleza pecaminosa, la cual es nuestra carne. Damos
gracias a Dios porque, aunque somos tan débiles, El ha preparado la manera para
que venzamos. En la cruz, Dios preparó el camino para nosotros. Cuando el Señor
Jesús fue crucificado, El no sólo murió por nosotros, sino que además, El
crucificó nuestra carne juntamente con El en la cruz. Por tanto, la carne de
todos los que pertenecemos a Cristo Jesús y que hemos sido regenerados, ha sido
crucificada. Cuando El murió en la cruz, nuestra carne también fue crucificada.
La muerte del Señor Jesús fue una muerte que incluyó dos aspectos: una muerte
vicaria, y una muerte con la cual podemos identificarnos y a la cual podemos
estar unidos. Ambos aspectos fueron plenamente realizados en la cruz.
Anteriormente, creímos en Su muerte vicaria y fuimos regenerados. Y ahora, de
la misma manera, creemos que nuestra carne ha sido crucificada juntamente con
El y, así, somos llevados a experimentar la muerte de nuestra carne.
Sabemos que la carne nunca dejará de ser carne. Por eso Dios nos
dio una nueva vida y una nueva naturaleza. Pero entonces, ¿qué haremos con
nuestra carne? Puesto que Dios la consideró sin esperanza y sin posibilidad
alguna, El determinó darle fin, es decir, la hizo morir. No hay otra opción que
la de hacer morir la carne. Por tanto, “los que son de Cristo Jesús han
crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias”. Esto es hacer morir
la carne. Y esto es lo que logró el Señor Jesús; ¡El ya lo ha logrado! Al
crucificar nuestra carne juntamente con El, hizo posible que nosotros hagamos
morir nuestra naturaleza pecaminosa. Esto ha sido logrado sin ningún esfuerzo
de nuestra parte.
¿Cómo conseguimos experimentar esta crucifixión? Hemos dicho que
la manera de hacerlo es por medio de la fe. Romanos 6:11 dice: “Así también
vosotros, consideraos muertos al pecado”. Aquí, el pecado se refiere a nuestra
naturaleza pecaminosa, la cual es nuestra carne. Por nosotros mismos no podemos
hacer morir la carne. La única manera de lograrlo es considerarla muerta. Pero
para considerarla muerta, para reconocerla como tal, debemos ejercitar nuestra
voluntad y nuestra fe. Esto implica que diariamente adoptemos la actitud de que
estamos muertos para la carne, que creamos en la palabra de Dios y que
consideremos que todas las palabras de Dios son verdaderas. Dios afirma que
nuestra carne fue crucificada juntamente con el Señor Jesús; por tanto, yo creo
firmemente que mi carne ha sido verdaderamente crucificada. Por una parte, tenemos
fe en que estamos muertos; por otra, adoptamos la actitud de que verdaderamente
ya estamos muertos. Si hacemos esto, tendremos la genuina experiencia de morir
al pecado.
Si reconocemos esto como un hecho, veremos cómo la cruz nos
libera y cómo la carne pierde su poder. Lo cierto es que, una vez que nos
consideramos muertos, experimentamos victoria inmediata. No obstante, muchos
experimentan una liberación gradual del poder de la carne. Esto se debe a su
propia necedad o a que los espíritus malignos persisten. Pero si perseveramos
en la fe y ejercitamos nuestra voluntad adoptando la actitud apropiada,
obtendremos finalmente la victoria. Sin embargo, esto no quiere decir que de
ahora en adelante la naturaleza pecaminosa ya no estará presente en nosotros, y
que sólo tendremos la nueva naturaleza. Si afirmásemos tal cosa, caeríamos en
herejía. Además, esto haría confusa la enseñanza de la Biblia y no sería fiel a
la experiencia real de los santos. Hasta que seamos librados de este cuerpo de
pecado, nunca seremos completamente libres de la “carne” —nuestra naturaleza
pecaminosa—, la cual se origina en el cuerpo de pecado. Aunque hemos aceptado
la obra de la cruz, necesitamos continuamente “andar por el Espíritu”, ya que
la carne todavía está presente en nosotros. Si hacemos esto, jamás satisfaremos
“los deseos de la carne”.
La cruz es el instrumento mediante el cual crucificamos la carne.
Y el Espíritu Santo es el poder por el cual evitamos que la carne resucite.En
un sentido negativo, debemos creer que fuimos crucificados juntamente con
Cristo en la cruz, a fin de que no llevemos una vida en la carne. Y en un
sentido positivo, debemos andar conforme al Espíritu, a fin de que la carne no
sea despertada. Muchos creyentes experimentan la resurrección de su carne
debido a que no ponen esto en práctica. Cada vez que no andamos conforme al
Espíritu Santo, le estamos dando la oportunidad a la carne de regir sobre
nosotros. Pero si en todas las cosas andamos conforme al Espíritu, la carne no
tendrá oportunidad alguna.
Una persona puede leer en la Biblia acerca de la manera de vencer
la carne, la naturaleza pecaminosa, y puede escuchar a otros hablar acerca de
ello. Pero sólo cuando compruebe esto por experiencia propia, comprenderá que
se trata de algo real. Con frecuencia he dicho que es posible experimentar esto
en el mismo momento en que creemos en el Señor. Sin embargo, en mi caso, ¡pasó
mucho tiempo antes de que lo experimentara! ¿Por qué sucede así? Porque muchas
veces nos esforzamos por nuestra propia cuenta. Aunque afirmamos que confiamos
en la cruz, en un treinta por ciento de los casos en realidad estamos confiando
en nosotros mismos o en nuestras propias “consideraciones”. Muchas veces Dios
permite que seamos derrotados, para que nos demos cuenta de que nada en nuestra
propia experiencia es digno de confianza. Incluso “considerarnos muertos”, por
cuenta propia, no reviste mérito alguno. Por eso afirmamos que, en cuanto
reconocemos nuestra verdadera condición por fe, experimentamos la victoria; y
también es correcto afirmar que obtenemos la victoria sólo mediante una
aprehensión gradual.
Hermanos, ahora pueden comprender las dos naturalezas y la manera
de vencer la carne. Al leer esto, pueden ejercitar su fe para considerarse
muertos al pecado y pueden orar pidiendo que el Espíritu Santo aplique la cruz
del Señor Jesús en su ser de una manera profunda, de modo que puedan
experimentar la victoria sobre el pecado. Después de esto, deben tomar la
determinación de andar por el Espíritu Santo. Anteriormente, fracasaron en
cumplir tal determinación. Pero ahora, deben pedir que el Espíritu Santo los
fortalezca en su voluntad, de tal modo que ésta se someta a la nueva
naturaleza. La voluntad es como un timón que puede hacer girar la nave entera.
Sin embargo, un timón que no funciona es inútil. Una vez que el Espíritu Santo
los haya fortalecido, deben ejercitar dicha voluntad para andar conforme al
Espíritu Santo. Recuerden que la carne nunca desaparece; la carne siempre está
presente. Pero si andan por el Espíritu Santo, podrán crucificar continuamente
la carne. De otro modo, la carne les causará sufrimiento. Andar en el Espíritu
significa confiar calmadamente en el Espíritu Santo para todo, a fin de que
manifestemos los nueve aspectos del fruto del Espíritu Santo. El Señor nos
guiará de una manera concreta, paso a paso, a adentrarnos en el misterio que
este asunto representa. Sin embargo, por nuestra parte, debemos ser fieles.
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